El sol y las resolanas
Antonio Guerrero Aguilar/
Para Santiago Roel, los hombres de la
Gran Chichimeca adoraban al Sol. Les daba calor, regeneraba la vida en los
montes, su ciclo propiciaba la vida, ahuyentaba los malos espíritus, la humedad
y los fríos que mantenían dormida a la naturaleza. Siempre como algo seguro,
seguía un sendero desde el oriente al poniente. De un lado nacía y de otro
parecía morir para resurgir al otro día con una nueva vitalidad. A veces se
asomaba por entre las montañas. Al ponerse, unos guerreros lo cazaban con sus
flechas para detenerlo con afán litúrgico. La prueba está en el escudo de la
Ciudad de Monterrey, el indio flechando al Sol con actitud reverencial.
Pero de pronto algo pasaba, perdía luminosidad o pensaban que se detenía. Una fuerza sobrenatural lo escondía en su sombra y por unos instantes ya no estaba. Los animales y las plantas presentían su ausencia: los pájaros duermen, todo se pone en penumbra. Sentían temor durante unos momentos; de nueva cuenta continuaba su marcha. Para que sucediera la misma situación debían pasar muchas lunas e inundaciones. Por eso lo inmortalizaron en las piedras. Solo así el astro rey aseguraba su permanencia entre la tribu.
En las creencias de los pueblos
prehispánicos, en un eclipse la Luna se come el Sol, obscureciendo por unos
momentos al cielo. La Luna era considerada como hermana, esposa o compañera del
Sol e integrante fundamental del ámbito femenino y telúrico en la cosmovisión
mesoamericana. Todo lo contrario para el astro rey. Genera vida, representa a
la máxima deidad y rige la vida de los mortales.
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