Los lugares donde habitan la memoria y el ombligo
Antonio Guerrero Aguilar/
Cuando hablamos
de patrimonio cultural, nos referimos a los bienes y valores, en lo tangible
como en lo intangible. Desde objetos, materiales, utensilios y viviendas,
realizados con un fin distinto y que con el correr del tiempo, adquieren aprecio
por lo que son, representan y evocan. Puede ser por la antigüedad, la cercanía
que tuvo con un ser querido o por distintas realidades que nos evocan a tiempos
pretéritos. Lo cotidiano (en cuanto y lo diario), adquiere una cualidad única
que nos distingue y nos da características propias para compartir. En este
tiempo he visto dos definiciones que abordan muy bien lo que es el patrimonio
cultural: la memoria recuperada y la relaciones entre los bienes y las
personas, quienes las apropian y le dan una re-significación distinta, para
convertirse en testimonios de los tiempos idos.
De todas ellos,
lo más evocador que puede haber son las casas, con toda su variedad desde
cavernas, repechos en las montañas, las enramadas, las tapias cubiertas con palmas,
los tejabanes, las residencias que varían en estilos, formas, materiales y
usos, de acuerdo a las necesidades y posiciones de sus moradores. Lo viejo y lo
ancestral, de pronto ceden ante la modernidad y las modas. El diseño adecuado
al mundo actual se impone.
Regularmente
siempre habrá preocupaciones por el cuidado, conservación y protección de lo
que queda, preferentemente en el primer cuadro fundante de la gran ciudad. A
mediados de siglo pasado, propusieron como acción, la de propiciar el abandono
de los espacios, y así aprovecharlos para la restauración. Aunado a la
situación familiar: quedan abandonadas, intestadas, a merced de los cambios
bruscos en el clima. Ya no pueden sostenerse y se dan cuenta de que requieren
rehabilitación, buscan habitarlas, crear barrios y recuperar el esplendor
perdido. Llegan los nuevos propietarios y se dan cuenta que pueden servir, ya
sea como oficinas, antros, restaurantes, escuelas. Lo peor: las destruyen o
alteran. De ser lugares sombríos, se ponen repletos de transeúntes que también
dejan su huella para bien o para mal. Van y vienen, excepto los muros añosos
que calladamente nos trasfieren a otras épocas.
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