El encanto y lo señorial perdido de nuestra capital

 Antonio Guerrero Aguilar/



“Hace algún tiempo…” Monterrey tuvo una arquitectura similar a las que ahora tienen ciudades como Guanajuato, San Luis Potosí o Zacatecas. Pero aquí, las quitaron de la faz de la tierra, de nuestra vista, de nuestros recuerdos. No pasa un solo día, en que nos quiten una de las casi 200 casas que nos quedan, cantidad de acuerdo a expertos. Precisamente hace un par de años, acudieron al Congreso a exigir que renuncien a sus procesos de desaparición. Ojalá y detengan todo esto, porque parece que la arquitectura regional, no va de acuerdo a tanto edificio y tiendas de conveniencia están surgiendo por doquier.

Al arrancar el siglo XVIII, un gobernador se quejó de que no había buenas casas en la ciudad. Al terminar esa centuria, otro gobernante anotó la existencia de 70 casas. De todas ellas, solo tenemos unas cinco en el barrio de Catedral, de las que tengo identificadas la Casa del Campesino y la Casa de Cal y Canto como le dicen. En 1840, Manuel Payno destacó la existencia de las edificaciones y para cerrar el siglo XIX, Manuel Neira Barragán lamentó la sistemática destrucción del entorno, en aras de nuevos diseños como materiales, más baratos, accesibles y modernos.

Lo que queda y buscar preservar, lo hacen de una manera un poco inusual. Por ejemplo, prefieren lo pintoresco y lo colorido en lugar de lo tradicional. Cuando un municipio logra conseguir el ansiado título de pueblo mágico, las autoridades locales como federales se presentan con los dueños de los solares y les muestran una gama de colores con los que pueden pintar sus casas. En la oferta abundan los colores mostazas, “mamey” (por la fruta, claro está), morados, guindos, azules intensos, verde aguacate y demás tonalidades que inspiran en el viajero, cierto aire de pueblo turístico.

Esta moda no es antigua, tal vez comenzó a usarse en la década de los 80 del siglo pasado, al pintar las casas de los sitios catalogados como “antiguos” e históricos. Como ya se había señalado, a Manuel Payno le gustó la ciudad, de plano regular, con edificios sin belleza ni elegancia, pero sólidos y de buena apariencia y cómodos en el interior, las calles rectas con sus banquetas, empedrados y alumbrado por las noches.

En cambio, Ricardo Elizondo se manifestó de las recurrencias y ocurrencias en el arreglo de las fachadas. Contaba que solo había tres colores elementales: el blanco encalado, al que daban una tonalidad azul tenue al echar cierta clase de piedras o tierra y si querían un tono más rojizo (muy ralo por cierto), ponían un fierro oxidado en el cazo donde preparaban la cal mezclada con agua y la baba de nopales o de la penca del maguey. Me imagino a nuestros pueblos radiantes por las resolanas del verano, y grises, tristes, melancólicas en el otoño como en el invierno.

Cierto viajero decía que las casas eran de color encarnado y arenoso. Tal vez la monotonía del paisaje se rompía por los colores típicos de las piedras de la región, como azules, grises o cafés; del adobe como del sillar. Es cuando entiendo a poeta Alfonso Reyes, cuando dice que en su infancia todo era resolana. Los muros reflejaban los colores de las estaciones y no la predilección de los amantes del colorido, que piensan que solo así, consiguen lo pintoresco de un lugar. 

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