El colegio de las monjas

 Antonio Guerrero Aguilar/



Al norte de donde fue levantada la escuela normal y la academia para señoritas, estaba un predio, delimitado al sur por las calles de Espinosa, al poniente por Colegio Civil, al oriente con Juárez y al norte con Manuel María de Llano. Las “Hijas de María Auxiliadora” consiguieron el terreno para edificar un plantel entre 1906 y 1907, con la colaboración de los constructores italianos Lorenzo y Guido Ginessi. Se hizo una escuela con dos niveles y muros de sillar, un patio central en donde aún se pueden apreciar unas columnas de hierro forjado que sostienen los corredores.



La comunidad salesiana lo destinó para niñas de escasos recursos y dedicaron una capilla al centro de todo el espacio. Quedaron como responsables las hermanas Josefina García y Natividad Hurtado. En 1935 les expropiaron el inmueble, pero continuaron impartiendo sus clases sin el hábito distintivo de la congragación, con el nombre de Colegio Regiomontano. Tres años después ellas fundaron el Colegio Excélsior. En su lugar, quedó la escuela secundaria número 1 Moisés Sáenz Garza, hasta que hicieron el complejo educativo en la avenida Venustiano Carranza, para recibir el nombre de Andrés Osuna.



En 1955 fundaron la secundaria número 5 Macario Pérez. Lamentablemente entre 1962 y 1963, perdió toda la fachada que daba a la calle Juárez, por una ampliación que dio al traste con lo que aún quedaba de aquel proyecto elaborado por el señor obispo y el arquitecto Crouset a fines del siglo XVIII. Los elementos y rasgos existentes, el pasado místico de quienes ahí habitaron y la posición frente a la vieja catedral y fuerte Negro o de la Ciudadela, provocaron entre el alumnado, una serie de anécdotas que a tanto de decirlas, se convierten en leyendas. Ahí está uno de los accesos al famoso túnel que comunica la parte vieja con la nueva de la ciudad y el obispado. Los alumnos pensaban que las monjitas que morían, las enterraron en el patio, porque por mucho tiempo estaba una cubierta que parecía una lápida, que tapaba la entrada a un sótano. Regularmente uno de los baños estaba siempre clausurado y los conserjes procuraban que nadie se acercara. 

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