Por los sacros parajes del noreste
Antonio Guerrero Aguilar/
Todos nuestros montes
y cañadas son sagradas. ¿Por qué? Los antiguos nómadas, consagraron a sus
ancestros en la madre Tierra de la cual ellos fueron formados. En efecto, los
enterraban en el campo, inhumaban a su gente como la de sus enemigos que no se
comían. Los ponían en sitios especiales o en cualquier lugar, por donde ellos
deambulaban, seguramente para recordarlos de vez en cuando. No ponían cruces ni
lápidas como nosotros. En cambio, sembraban nopaleras encima de ellos o un
“cercadillo como una gran rueda de molino, de ramas cercadas y espesas". A
otros los incineraban, para luego quedarse con sus cenizas.
Por referencias de la época, sabemos que guardaban luto, y mientras sufrían la muerte de un ser querido, había deudos y plañideras que hacían “grandes aullidos, se pelan todo el colodrillo con las manos, arrancándose el cabello hasta cerca de la coronilla” hasta quedar expuesta la calva. Lo que quedaba de pelo de lo cortaban como el “barbero sobre peine”. El ser humano no acepta la partida material del ser querido, entonces se ponían en cuclillas, juntaban las manos y se azotaban “dándose porrazos, que, viéndolos, se juzgara que del dolor se les quebrara la hiel en el cuerpo”.
Estos datos son de Alonso de León, escritos en
1649 y los pueden leer en el capítulo XIII de sus crónicas por si las “deudas”,
perdón, por si las dudas. ¡Quien dijera que la costumbre de llorarle al
finadito, tenía reminiscencias chichimecas…!
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