Los muertos, siempre los muertos que mirándonos están…

Antonio Guerrero Aguilar/

Siempre han dicho que la tradición funeraria, es un buen indicador del grado de refinamiento y cultura de un pueblo. Lo que sabemos de otras civilizaciones, se debe precisamente a su forma de inhumar y resguardar los restos de sus ancestros.  También, es un rito que nos ayuda a invocar y a provocar la identidad y la apropiación vital de un espacio, junto con la marca de los solares en donde colocaban a los ombligos. Somos de donde permanecen los nexos con las raíces y la procreación, así como la generación de vida. Entonces, el solar reconocido, el atrio como el templo, vienen a ser testigos de nuestra llegada y partida del mundo material.



Quienes fundaron la ciudad de Monterrey en 1596, eligieron un terreno para enterrar a sus difuntos. Al ocurrir la inundación de 1611, cambiaron la traza urbana de la naciente población y exhumaron los restos de quienes ahí estaban, entre ellos los de Diego de Montemayor y un hijo suyo, fallecidos en ese tiempo, para sepultarlos en el templo franciscano de San Andrés, contiguo al punto elegido para levantar el templo de la ciudad. La capital del Nuevo Reyno de León, tan solo tuvo unos cuatro camposantos: el del templo parroquial convertido en la catedral a principios del siglo XIX, el del templo franciscano de San Andrés y otro anexo al templo de San Francisco Javier atendido por los jesuitas durante el primer tercio de siglo XVIII. También, destinaron una porción en los alrededores de la capilla del Roble. Me imagino túmulos sencillos distribuidos sin orden alguno, algunos sepulcros para los pudientes y los de mejor posición, situados al interior de las iglesias, con una placa alusiva que señalaba el nombre y los datos de quien ahí descansaba esperando la resurrección de los muertos.

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