El camposanto del convento
Antonio Guerrero Aguilar/
¿Alguna vez, existió algo más antiguo que la ciudad misma? Mientras don Diego de Montemayor, disponía la traza urbana de la Ciudad Metropolitana de Nuestra Señora de Monterrey, los misioneros franciscanos eligieron un sitio para edificar un convento, a partir de 1603. Las casas dedicadas al culto, como al cuidado y atención de los indios como de sus frailes, tardaban en concluirse. Eran obras divinas aquí en la tierra y debían ajustarse al fin de los tiempos, en la tierra como en cielo. Fue concluida en 1753, con piedras y sillares gruesos, costeada por vecinos del Reino como de la Nueva Vizcaya. Asiento provisional de la diócesis con la llegada de fray Antonio de Jesús Sacedón en 1793. Un pequeño universo conformado por su camposanto, sus altares y capillas, sus celdas conventuales, lo mismo sirvieron como aulas y atención espiritual como de la salud de los feligreses. Este inmueble vio de todo: desde los desbordamientos y el río crecido, los albazos e incursiones, revueltas militares y dos ocupaciones extranjeras.
Aquí nació el
Colegio Civil y se defendieron los ancestros de todo peligro. La cuna de la
evangelización en el noreste tenía terrenos que podían usarse para practicar
deportes, estaba en medio de las casas consistoriales y la catedral; además,
impedía el progreso. En abril de 1914, dieron la orden de su destrucción,
dejando imágenes y esculturas, el archivo, una viga, así como la pila
bautismal. Fue arrancado del paisaje y con tal acción, comenzó la actitud y el
desdén por lo vetusto, lo tradicional como esencial. El camposanto, quedaba en
donde ahora está el palacio municipal de Monterrey, entre Zaragoza y Zuazua,
Ocampo y Constitución. Como verán, el corazón urbano de Monterrey se hizo a
costa y sacrificio de los esfuerzos y afanes de otros…
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