El camposanto de la Catedral

Antonio Guerrero Aguilar/ 



Quienes fundaron la ciudad en 1596, ubicaron un terreno para construir un templo para las necesidades espirituales de los primeros pobladores. Dicen que apenas eran unos muros y techos tan sencillos que ni siquiera parecía una casa de Dios. ¿Dónde estaba? En algún lugar al norte de los Ojos de Agua de Santa Lucía, entre el templo del Sagrado Corazón y el palacio de gobierno seguramente. Más en 1611 bajó un torrente que sacó los árboles de sus bandas, sacó de “madre” a los arroyos y destruyó la original ciudad asiento del Nuevo Reino de León. Entonces don Diego Rodríguez, buscó solares para dejar ahí la plaza de armas, la casa consistorial y la iglesia que se hizo parroquia en 1626. Con el correr del tiempo, aquella capilla con su atrio se convirtió en la catedral de Monterrey, consagrada como tal en 1833. A este templo acudían y llegaban los vecinos “hidalgos” de procedencia ibérica y criolla, aquí los bautizaban, los casaban y sepultaban. 

Mientras en el otro extremo, a los indios naturales de la región. Les aseguro que tanto en los muros y cimientos de las tres naves, aún hay restos de muchos finaditos que aguardan la resurrección de los muertos. Cierta ocasión, alguien pidió que ya no usaran el atrio, como punto de reunión para misas de quinceaños y bodas. ¿Por qué? Este templo fue el camposanto que dio la última morada a quienes llegaron al Reyno en los siglos XVII, XVIII y parte del XIX. Ya no quedan lápidas, ni túmulos ni arte funerario que lo atestigüen, solo la cripta de los obispos y arzobispos abajo del altar mayor de la Catedral de Monterrey.

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