La ornamentación ante la destrucción…
Antonio Guerrero Aguilar/
Veo las casonas antiguas: una vista externa
como interna, la que ven y la que piensan y creen sus antiguos habitantes.
Gracias al auge económico de fines del siglo XIX, comenzaron a usarse otro tipo
de materiales y decoraciones para las residencias de los pudientes o de buena y
mediana posición. La arquitectura dejó de ser lineal, esencial y sencilla,
decorada tan solo por un arco, los ventanales, los enrejados, las cornisas, los
marcos, pollos, guardapolvos y los lloraderos. Como bien lo apuntó hace muchos
años el arquitecto Hugo Altamirano: en una edificación se integran el espacio,
los materiales, la ornamentación, la luz, el color, las texturas, las formas
conjuntadas en una unidad indisoluble para satisfacer la necesidad de cobijo y
convivencia humana, ya sea en el plano psicológico, sociológico e incluso
mágico. Desde el origen de la civilización, el ser humano ha decorado las cosas
útiles, concentrando su imaginación, hasta convertir lo necesario en bello
(Hamlin Talbot). Resulta que desde lo visual, se puede describir y narrar,
aquello que tiene que ver con los tiempos idos, porque gracias a los
frontispicios, los detalles y los agregados, se puede explicar la arquitectura.
Es cierto, solo permanece lo que tiene
valor para el ser humano y lo que nos legaron a lo largo del siglo XIX, alaba
las raíces, lo que fuimos y la expresión concreta de nuestra vitalidad. Solo
permanece lo que tiene valor. La mentalidad, las modas, las obras y
adecuaciones cambian y de pronto, como dijo cierto alcalde, se requieren hacer
“cirugías a corazón abierto”, pero en ese proceso, destruyen, aniquilan,
modifican, desplazan, afectan lo característico como representativo. Los
moradores se van, los hijos también, las traspasan, los nuevos ven la
oportunidad de levantar otra: una tienda de conveniencia, una torre de usos
múltiples, una bodega, un negocio. Todo cambia, hasta que la memoria queda sin
vigencia, tan solo vigente en el recuerdo…
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