A los románticos del pasado...
Antonio Guerrero Aguilar/
Una persona es romántica porque vive enamorada y todo le
inspira y evoca el amor que siente por su amada. Para otros, tiene que ver con
el sentimentalismo, una categoría espiritual que los filósofos no consideraron
en la antigüedad. Fue hasta fines del siglo XVIII y el siglo XIX, cuando el
movimiento se hizo más evidente. El sentimiento comprende la razón, la experiencia
como la fe. Defiende el derecho a crear con libertad, sin considerar lo que
dictan las academias y lo clásico, para lo cual destruyen todo lo que se había
logrado previamente.
Para un romántico, el pasado que se busca restaurar,
depende de lo que se quiera describir. Fue cuando los literatos pensaron, que
la poesía reivindica y se manifiesta con lo vaporoso, lo nebuloso como místico.
Ellos tuvieron la capacidad de ver una cicatriz en cada arruga de un monumento
antiguo. Entonces dijeron: “el sacerdote las embadurra, el arquitecto las rasca
y el pueblo las derrumba”. Es la modernidad la que devora todo a su paso, de
ahí que llegaron a pensar, que la destrucción depende de los hombres y no
necesariamente del tiempo: “tempus edax homo edacior” que significa: “el tiempo
es ciego y el hombre, estúpido”.
Les cuento esto, porque me doy cuenta que soy tan
romántico, como conservador en el sentido literal del término. Aunque siempre
me tilden de izquierdoso y revoltoso en el plano ideológico y político. El
patrimonio se pierde por comisión, por omisión y por olvido. Pero no puedo
negar que todo me evoca, todo me inspira, por lo que llega el sentimentalismo y
por el ende, el romanticismo en su sentido original. Imagino escenas, veo a los
antiguos moradores y paseantes, huelo aromas de otros tiempos.
Hay otra historia que corre a contrapelo de la
historicidad tradicional como de carácter oficial. Preferentemente aborda
aspectos que van realizando las clases dominantes, dejando a un lado todo
aquello que las personas van construyendo, de manera consciente como inconsciente.
Mientras que el ser humano queda sujeto a una serie de acciones repetitivas y
más o menos previsibles. Reitero: cuando esos momentos y cosas inciden o están
presentes en un logro o en un pasaje triste o melancólico, adquieren otro
sentido. Lo normal e intrascendente habla, hacemos relaciones; las narramos y
se convierten en manifestaciones que construyen vidas e historias. Negar la
grandeza del pasado, por más sencilla y sobria que sea, es una forma de
despreciar los lugares por donde uno anda y creció. Sí añadimos la falta de
memoria y lo propensos que somos al olvido, por eso dejamos y permitimos que
destruyan y desaparezca todo aquello, en lo cual nos identificamos y
reconocemos como personas y como parte de un grupo y de una sociedad.
¿Por qué conviene hacer un recuento de lo que hubo,
tuvimos y ya no existe, excepto en testimonios, fotos, imágenes y grabados?
Simplemente porque tenemos mucha historia, pero nos falta memoria. En casi
medio milenio, el paisaje ha cambiado notablemente: de tener un ambiente
natural a uno reconstruido de acuerdo a las necesidades, situaciones como
contextos propios de la época. Ahora prevalecen los afanes de sobresalir y
presumir, de mostrar la “fregonería regia” ante los demás, imitando en todo lo
posible a las urbes texanas. Pero los tiempos idos provocan nostalgias, de
etapas que no volverán más. Como escribió alguien: “el placer que produce la
contemplación, genera la necesidad de prolongar el recuerdo”.
Monterrey comenzó a cambiar en distintos planos a fines
del siglo XIX, como bien lo apunta don Manuel Neira Barragán: “ya desde los
años del noventa, el ajetreo en esta ciudad era admirable, todo tendía hacia
delante, avanzando hacia una era de modernidad ejemplar. Las viejas
construcciones del Monterrey antiguo iban desapareciendo para construir allí
edificios. En el primer cuadro de la ciudad: Morelos y Zaragoza y el que
corresponde a Padre Mier y Juárez en el Mercado Colón (recién inaugurado), se
estaban echando abajo las casas antiguas y edificándose construcciones de tipo
europeo”.
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